A estas alturas de mi vida, no tengo previsto dedicarme al mundo de la política ni ocupar puesto público de relevancia alguno. Además, mi condición de periodista dedicado a los mercados financieros -en un periódico de papel, para más inri- me garantiza una irrelevancia mediática contra la que no tengo demasiadas intenciones de luchar. Pero, por si acaso, voy a revisar mis contenidos en redes sociales. En Twitter, tengo a gala ser muy discreto (salvo a la hora de criticar a Fernando Torres, lo reconozco), por lo que no debería haber excesivo problema. Tampoco acostumbro a ser muy activo en Facebook. Pero seguro que en Tuenti queda algo de material "peligroso"...ya saben, las cosas de la juventud.
Obviamente, traigo todo esto a colación a raíz del escándalo mediático de los últimos días: los tuits del concejal del Ayuntamiento de Madrid Guillermo Zapata, en los que hacía burla, en clave de humor, del holocausto, Irene Villa o Marta del Castillo, entre otros. No es mi intención entrar a juzgar la calidad moral del tal Zapata, ni si su culpa está correctamente expiada con su renuncia como máximo responsable de Cultura en el consistorio de la capital. Mucho (y para todos los gustos) se ha escrito ya sobre el tema.
De este asunto, lo que me resulta más destacable es la condición del juicio mediático al que se ha sometido al acusado, y que no es, en mi opinión, sino reflejo de una forma creciente de valorar la política, a golpe de tuit, frase suelta o imagen. Seguramente haya quien objete que algo igual de superficial como puede ser un titular siempre ha sido, para una parte muy importante de la sociedad, el cimiento fundamental de la crítica política, sin prestar atención a la letra pequeña. Es cierto. Pero resulta indudable que la caja de resonancia en que se han convertido las redes sociales magnifica cualquier chascarrillo hasta situarlo en la palestra del debate político.
En estos días, mientras buena parte de la sociedad cargaba contra Zapata por sus ofensivos chistes, otra parte (la más próxima ideológicamente al edil madrileño) denunciaba la superficialidad de las críticas, el desprecio del contexto a la hora de enjuiciarle. No les faltaba razón. Aunque muchos de ellos harían bien en recordar la ausencia de ese rigor a la hora de emitir juicios tan o más implacables contra otros políticos o personajes públicos por los que sienten escasa simpatía. En cuestión de minutos, a través de un mensaje publicado en 2011, Zapata se convirtió para muchos en un despreciable antisemita, sin considerar si a lo largo de su trayectoria ha dado muestras de odiar a los judíos o todo lo contrario. Yo reconozco que lo ignoro. Y apenas sé nada del tal Zapata este, pero a bote pronto y pese a su chiste (¿en serio ninguno de ustedes ha compartido o al menos escuchado sin escandalizarse un chiste irreverente, políticamente incorrecto o cruel?) me inclinaría a pensar que no es un defensor del holocausto nazi. Como tampoco creo que Miguel Ángel Arias Cañete sea un machista sólo por una absurda frase, tras su debate con Elena Valenciano, en 2014; que Albert Rivera quiera inhabilitar políticamente a todo el que haya nacido antes de que se instalara la democracia en España; ni que cada imbécil que se haga fotografiar con símbolos del franquismo o del comunismo soviético aplauda los crímenes que cada uno de esos regímenes cometió.
No quiero con esto negar que quienes se dedican a la política deberían guardar unas formas ejemplares, ser discretos, comedidos y respetuosos. Contenerse y no soltar lo primero que se les venga a la cabeza. Recordar que gobiernan para todos y que cada mensaje suyo será escrutado hasta el último detalle y el menor desliz será carnaza para aquellos que lo consideran su enemigo. Pero creo que la sociedad debería hacer un ejercicio de reflexión (que no cuento con que lo haga, pero no pierdo nada en escribirlo) y comprender que los políticos forman parte de ella y que, como cada uno de nosotros, están expuestos a las meteduras de pata, a los deslices, que pueden haber hecho gala a lo largo de su vida de un humor negro ofensivo, que pueden haber defendido ideas políticamente incorrectas y posteriormente rectificar, o pueden haber sido e incluso seguir siendo fiesteros, sin que ello les incapacite para ejercer una función política. ¿Sacrificaríamos al más eficaz y honrado gestor político por un chiste de mal gusto? ¿Por un tuit inadecuado, irreflexivo? ¿O preferimos líderes que no den la cara para evitarse deslices que hagan caer sobre él las furibundas garras de la Inquisición mediática?
Es conveniente exigir a los políticos una rectitud moral ejemplar. Pero es igualmente valido un sincero espíritu de contrición y disposición a enmendar errores puntuales, un momento de desatino. Porque pretender que nuestros representantes políticos hayan descrito una trayectoria sin la más mínima mácula es, cuando menos, hipócrita. Salvo que queramos extraerlos de la más recatada vida monacal y que mantengan de forma estricta durante su función el voto de silencio...
Yo por si acaso, empiezo a revisar sin demora mi actividad en redes sociales. Pero, las críticas a Fernando Torres se me perdonan, ¿no?
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